El gasto energético de la “humanización”
El cerebro humano representa aproximadamente un 2% del total del peso de cuerpo que es entre 10 y 20 veces más que la proporción de cerebro de los grandes mamíferos como la ballena o el elefante.
Por añadidura, nuestro cerebro presenta la mayor proporción de corteza cerebral en proporción al resto del cerebro de todo el reino animal. La corteza cerebral es la materia gris que se encuentra por encima de los hemisferios, y aumentó enormemente durante la evolución. Gracias a ella desarrollamos el pensamiento abstracto, la imaginación, la reflexión y en definitiva la apertura al «mundo imaginario». De esta manera, el aumento del cerebro incrementó las habilidades sociales, la conciencia y la creatividad para desarrollar tareas complejas.
En definitiva, la evolución de la corteza cerebral nos “humanizó” si bien el precio a pagar era un alto coste energético que no hubiera sido posible si esta evolución no hubiera venido acompañada de cambios importantes en la dieta y en la preparación de los alimentos.
¿Más cerebro o más músculo? No hay suficiente para ambos
El cerebro consume mucha energía. Gasta aproximadamente 600 kcal al día, lo que representa un 30% del total de las kilocalorías diarias de un adulto promedio. Además, consume de manera similar con independencia de que se dedique a imaginar elefantes rosas o a desentrañar las complejas ecuaciones que gobiernan el universo.
La razón principal es que contamos con 85.000 millones de neuronas que son tremendamente activas tanto de día como de noche. Para hacerse una idea, un primate evolutivamente cercano tienen 50.000 millones de neuronas menos. A cambio, con menos neuronas hambrientas se puede costear una musculatura mucho más potente y desarrollada.
Un desarrollo muscular como el del primate sería energéticamente inabordable para un ser humano. Siguiendo una dieta ancestral de un primate, mantener un cerebro humano como el actual hubiera requerido estar masticando unas 16 horas al día para poder alimentar el ávido cerebro toda vez que mantuviéramos el coste energético de la potencia muscular.
Además, el mero hecho de masticar y hacer la digestión supone un coste metabólico adicional, lo cual generaría un círculo vicioso de “comer para seguir comiendo”.
Proteína animal para desarrollar el intelecto
De acuerdo a varias teorías antropológicas, uno de los momentos trascendentales en la evolución de nuestros ancestros homínidos fue incorporar carne a la dieta. Enesta línea de pensamiento, el Homo erectus desarrolló hace 1,8 millones de años estrategias y herramientas para cazar pequeños herbívoros accesibles por su tamaño y capacidad física. La ingesta de carne no solo implicaba incorporar una mayor cantidad de carga proteica (las proteínas efectúan las funciones del organismo) sino también disminuir la necesidad de vegetales.
Con la ingesta de carne, los homínidos no pasaban el día masticando para digerir con dificultad fibras, ligninas y celulosas abundantes en los vegetales, e incorporaban más proteína y grasa, lo cual era más económico para un mayor rendimiento energético. De esta manera, el Homo erectus casi aumentó al doble su capacidad cerebral en tan solo unos 100.000 años.
El fuego para el desarrollo cerebral
Por otra parte, de acuerdo con algunos antropólogos como Richard Wrangham y Rachel Carmody de la Universidad de Harvard, el segundo gran progreso que impactó significativamente en el desarrollo del cerebro humano fue el descubrimiento del fuego.
Cuando se cocina el alimento se degrada el colágeno y el cartílago, se ablanda la textura y se consigue liberar la grasa y los hidratos de carbono de los vegetales. Sería una forma de “pre-digerir” el alimento. De esta manera, aliviaban la carga del proceso digestivo y podían tener intestinos más cortos con digestiones rápidas y eficaces. Al mismo tiempo, el ahorro de calorías con digestiones menos costosas permitía dedicar más energía metabólica a actividades más intelectuales que masticar sin descanso.
El fuego también permitía más tiempo libre para socializar alrededor de la hoguera, lo que probablemente contribuyó a ejercitar el cerebro en una de las actividades que más le gusta y en la que más energía gasta: Socializar.
¡Aún hay más! Hace 2 millones de años, los homínidos tuvieron que superar sequías, y lo hicieron buscando acceso al alimento en hábitats acuáticos como opción alternativa. Con ello aumentó el consumo de alimentos del mar, los ríos y los lagos.
La grasa del mar que el cerebro necesita
El cerebro está formado fundamentalmente de grasa. Se trata de una grasa funcional que este órgano apenas produce y que no “quema” de manera similar como la grasa que se acumula debajo de la piel. Se podría decir que la grasa del cerebro se utiliza más como “ladrillo” que como “gasolina”.
Una parte significativa de esa grasa se encuentra en forma de ácidos grasos poliinsaturados del tipo omega-3 que son abundantes en los hábitats acuáticos y escasos en medios terrestres.
Actualmente existen evidencias de que tanto los extintos Neandertales como los Homo erectus (un ancestro cercano al Homo sapiens) consumían productos del mar. Aunque sea aún objeto de debate, muchas investigaciones apuntan a que la ingesta de estos productos de origen lacustre y marino fueron una de las causas principales del espectacular desarrollo cerebral en nuestro género. Algunos evolucionistas apuntan a que el consumo de pescado, moluscos, tortugas e incluso cocodrilos contribuyó al desarrollo de la capacidad intelectual. Comer alimentos de fuentes marinas permitía además incorporar otro elemento esencial para el desarrollo y mantenimiento del cerebro: el yodo.
El consumo de omega–3 en madres lactantes también produce un aumento de este ácido graso esencial en la leche materna (que puede llegar a tener entre un 1 y un 3 por ciento de omega–3). Ello contribuiría al desarrollo cerebral del recién nacido en un momento de su vida con gran avidez por el consumo de estos ácidos grasos. El consumo de leches enriquecidas con omega-3 generaría el desarrollo de siguientes generaciones con un cerebro más saludable y desarrollado.
En este sentido, muchos investigadores apuntan a que el incremento de alimentos costeros aumentó nuestra inteligencia y las habilidades sociales, creando sociedades más complejas. En la práctica, las primeras grandes civilizaciones de nuestra historia se asentaron al borde de ríos o mares.
Con todo ello, el placer de la buena mesa trae además otro sinfín de ventajas como son la actividad social y el placer de los sentidos. Sin duda, las tripas bien alimentadas alaban al intelecto.